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Docencia universitaria: Evaluación curricular y control político*

Número 50, Año 8, marzo 2021


Recuperamos este texto para aportar a la comprensión de las recientes protestas de profesoras y profesores de la UNAM ante el problema causado porque #LaUnamNoPaga.

 

Hace tiempo que las organizaciones estudiantiles vienen denunciando el proceso silencioso de privatización en la educación superior. Se dice silencioso, en la medida en que las autoridades –después de la derrota que sufrieron al anunciar los cambios al Reglamento General de Pagos en 1999– han optado por transformar la vida académica con apego al modelo neoliberal, de manera encubierta y paulatina. Tres elementos parecen cimentar dicho proceso, en la medida en que trastocan la estructura de las universidades públicas:


a) La transformación de la vida académica a partir del cambio en los planes de estudio sin procesos de discusión amplios, donde se clarifiquen los criterios pedagógicos que los norman.

b) La influencia decisiva que ejerce la iniciativa privada en procesos de evaluación y el financiamiento de investigaciones.

c) La restricción de herramientas y espacios públicos necesarios para la formación, aunado a los cobros ilegales en credenciales, uniformes, exámenes e inscripciones, por ejemplo.


Aunado a estos tres elementos, desde hace trece años, cuando el Consejo General de Huelga caracterizó el proyecto neoliberal en la educación, se denunciaban los modelos de evaluación –específicamente para regular el ingreso al bachillerato y a la licenciatura– como mecanismos que estaban expulsando a los sectores de menos ingresos de las instancias educativas estatales. Nadie negaba, desde entonces, la necesidad de contar con mecanismos de análisis y valoración en torno a las prácticas educativas y los conocimientos adquiridos, pero sí se anotaba el carácter bifacético de los tipos de evaluación propuestos y se cuestionaban por varias de sus características los modos que se establecían como los válidos argumentando, por ejemplo, que los fundamentos pedagógicos en que se basan son altamente cuestionables.


El carácter bifacético de la evaluación se presenta también en los mecanismos establecidos para los académicos. La evaluación se puede aplicar no sólo para los resultados de la labor de los profesores sino a todo el contexto en que ésta se desarrolla. Es decir, para que la evaluación fuera justa en toda la extensión de la palabra se debería evaluar además del resultado, las condiciones en que éste se produjo. No es lo mismo correr un maratón con un par de tenis que descalzo. Así, la evaluación debería medir qué profesor cuenta con un cubículo para realizar sus labores de investigación y programación de clases, asesorías, calificación, etc. y quién se ve obligado a adaptar un espacio en su casa, en el mejor de los casos, o hacer uso de los espacios públicos como la sala de maestros, los salones o las bibliotecas, en el peor de ellos. Cuál es la carga académica de cada profesor, es decir, si se es profesor ocho horas al día, cinco días por semana o si sólo se cumple con el requisito obligado de impartir dos horas clase semanales, etc.


Con el argumento de que la evaluación mide y distingue a los capaces de los que lo son menos, o no lo son, esta cara de la evaluación parece no ser la importante y tener menos reputación; por eso se desdeñan todos los mecanismos evaluadores que pudieran dar cuenta de este fenómeno y se defienden e impulsan todos aquellos que oculten esta peligrosa relación.


Un ejemplo de esto está relacionado con el proceso de masificación de la educación superior que se dio en los años setenta, donde se impuso una tasa de crecimiento de la planta académica que llegó a requerir de 12 profesores por día para cubrir la demanda. Dicen algunos analistas que debido a ello se relajaron los sistemas de reclutamiento y para cubrir las plazas académicas no se necesitaba de ningún tipo de carrera académica ni preparación especial. Además, parejo a este fenómeno se produce el surgimiento de los sindicatos universitarios que consiguieron los contratos colectivos de trabajo y donde los profesores jugaron un papel fundamental. Se homogeneizó el salario a todos los profesores, con independencia del supuesto compromiso que cada uno pudiera demostrar. Es importante mencionar que el abuso no se descartaba de por sí pues a propósito de la homogeneización salarial se acusan casos de profesores de tiempo completo que además ejercían sus profesiones también de tiempo completo (aviadores académicos), profesores que no estaban preparados para serlo, etc., lo que hacía necesario establecer los mecanismos que permitieran evaluar a los docentes con relación a su esfuerzo y compromiso con la labor académica. En esta perspectiva la diferenciación del ingreso de los profesores aparecía como una necesidad que se asociara a su esfuerzo y compromiso con la academia.


Para diseñar los criterios de una evaluación, sólo se ha necesitado el poder en el espacio donde ésta se realiza. Así se diga que las mejores instituciones en el ramo son las encargadas, lo más importante para poner su impronta en la evaluación no es el hecho de que realmente lo sean, sino que tienen el poder para hacerlo. Nada más natural que esto. Las críticas serias y científicas a estos sistemas de evaluación, desde del ámbito educativo y pedagógico son numerosas y deben revisarse.


Los productos de la educación, como la profesionalización de la mano de obra, y productos que pueden asociarse a la investigación, como la ciencia y la tecnología, representan un problema económico-teórico que puede motivar la pregunta ¿cómo medir el valor que unos y otros generan? Tales productos tienen en común que alcanzan su realización fuera de la universidad. Si decimos que el neoliberalismo ha creado mercancías donde no las había, es porque pensamos que hoy el trabajo académico y de investigación se miden y se remuneran según sus productos, como el resto de las actividades laborales.


De esta manera pueden enfocarse los intentos de tasar los ingresos de los profesores de acuerdo a criterios de productividad. La existencia de sistemas de becas y estímulos a la docencia y la investigación son la evidencia empírica de este intento. Se fijan los ingresos después de hacer una estimación del tiempo socialmente necesario para la producción de los productos de la docencia y la investigación, medición que se expresa en un número de puntos cuya asignación a su vez descansa en los comités académico-burocráticos antes mencionados. Se trata de una extensión de la ley del valor al ámbito universitario. Resta desde luego la pregunta más importante, ¿quién y con base en qué está elaborando los criterios con los que son evaluados los profesores y los investigadores? y ¿cuáles son las consecuencias de tales prácticas? Para la comprensión de los actuales sistemas de evaluación a docentes consideramos fundamental una revisión histórica del problema.


A principios de la década de los ochenta se dio en México un fenómeno de migración de investigadores, conocido como la “fuga de cerebros”. Parece ser que la razón principal era que la situación económica mexicana desfavorecía los ingresos del sector en comparación con otras partes del mundo. Este hecho justificó la creación, en 1984, del Sistema Nacional de Investigadores (SNI) que introdujo en los mecanismos de remuneración un sistema de becas para premiar la productividad y así favorecer el mantenimiento o establecimiento de los investigadores mexicanos en el país. De entonces a la fecha, el SNI ha sufrido modificaciones pero lo sustancial, que ha sido diferenciar el ingreso de los investigadores, se ha mantenido intacto. Es el gobierno federal quien otorga los recursos y éstos se ejercen según los criterios que los propios miembros del Sistema establecen, de común acuerdo con los funcionarios federales, muchos de los cuales provienen también del mundo académico.


Dos años después de la creación del SNI, las autoridades de las instituciones de educación superior agrupadas en la ANUIES (Asociación Nacional de Universidades e Instituciones de Educación Superior) demandaron un sistema de estímulos que mejorara los ingresos de los académicos. Para 1989 el gobierno federal elaboró un proyecto y empezó a operar con lineamientos diseñados en la SEP el 1 de marzo de 1990. Paulatinamente la mayoría de las universidades implementaron sistemas de becas y estímulos copiando los lineamientos que la SEP elaboró, entre los cuales destacaba la concepción de la investigación como parte fundamental de la carrera académica. Así fue como, los sistemas de becas y estímulos se señalan como artefactos para operar la diferenciación entre los profesores que sí investigaban, los que sí publicaban, etc. diferenciación entre “los buenos y los malos”, conjuntamente con el combate a la fuga de cerebros.


Aparecieron entonces, siniestramente mezclados, los estímulos económicos con el reconocimiento académico, igualando dos aspectos disímiles de la evaluación. Por un lado, la evaluación destinada al mejoramiento de la calidad docente y, por el otro, la evaluación como forma de distinguir los ingresos. Otra cuestión que profundiza y oculta la contradicción es que el sistema de evaluación quedó en sus manos porque, aunque requieran del visto bueno de los funcionarios de estado, quedó como una de las tareas de los profesores y los investigadores. La elaboración y diseño de los criterios de lo que se juzga puede evaluarse y la integración de las comisiones evaluadoras, revisoras, etcétera, las realizan académicos e investigadores, particularmente los más beneficiados por el mismo sistema. En esa mezcla se profundizó un ambiente de simulación y relajación de la ética profesional, porque se permitió que se sustituyera el ejercicio de la academia y la investigación real por un ejercicio ficticio de éstas en una cacería de puntos que sólo retribuye en mejorar los ingresos.


La coincidencia entre los “más buenos investigadores y profesores” con los escalafones más altos de los sistemas de becas y estímulos, incluido el SNI, ciertamente enmascara la contradicción que significa que algunos profesores estén percibiendo ingresos de 50 mil pesos mientras otros sólo puedan obtener mil 500 por quincena. También sirve saber que el número de miembros del SNI no llega a 15,000 para hacer evidente la situación de la academia a nivel nacional. Cierto es que los beneficios de las becas y estímulos internos de las universidades favorecen a un sector mayor de los profesores, pero no parecen representar un número más significativo.


Por otro lado, el modelo acarreó el cambio de la interlocución en la negociación salarial. La deshomologación de los ingresos pegó fuerte en el gremio pues se reconoció como único interlocutor para fijar el ingreso al individuo. De cada quien según su afición a los puntos, y a cada quien según, de acuerdo con los criterios de asignación de puntos, su productividad. Al fortalecer así el perfil de los individuos, se descuidaba el carácter institucional, los órganos colegiados académicos, como si bastara con perfiles individuales fuertes para tener también estructuras académicas sólidas. Se dice, en una imagen bien lograda, que el razonamiento fue: tener ladrillos sólidos basta para edificar estructuras fuertes, como si sólo hubiera que amontonarlos. En otros lugares del mundo este tipo de modelos parecían haber mostrado su funcionalidad pero se olvidaba que esto era producto de condiciones históricas específicas, que la solidez institucional y de los colegios académicos no era un efecto de los perfiles individuales fuertes, sino que quizá lo inverso era lo verdadero.


Se dio así un golpe profundo a la organización gremial, cada quien debía concentrarse en su actividad individual, en ello iba la negociación del ingreso (que no del salario, como veremos más adelante). Ésta no es entonces una política inocente. A la par de estos sistemas de pago se comenzó el embate al sindicalismo universitario; los sindicatos de profesores comenzaron a independizarse de los sindicatos de trabajadores de las universidades. Un caso específico por su importancia es la UNAM, que con el surgimiento de la APAUNAM (Asociación de Personal Académico de la Universidad Nacional Autónoma de México) debilitó al sindicato de trabajadores, el cual perdió el contrato colectivo académico ante el nuevo ente. Los márgenes de negociación se reducían y las nuevas asociaciones servían también como medio de presión política para conjurar las huelgas por mejoramiento salarial o contractual.


Por otro lado, las becas y estímulos de estos sistemas, incluido el SNI, están al margen del ISR (Impuesto sobre la Renta) y de otros impuestos, no son parte del salario, y por tanto no se cuentan para la jubilación. Por lo tanto, cuando llega el tiempo de retiro a un académico, el pago correspondiente por su jubilación puede no compararse, ni irrisoriamente, con el que percibe mes a mes con el sistema de becas y estímulos. Puede adivinarse que una consecuencia es el envejecimiento de la planta académica, que no crea ni fomenta una política sólida para reclutamiento de nuevos integrantes. En este contexto se entiende por qué los profesores en la UNAM menosprecian e incluso entorpecen el desarrollo de los profesores adjuntos, contemplados en el Estatuto del Personal Académico.


Y cuando este proceso llega a darse, estos profesores para incorporase a la planta docente, deberán acoplarse a la lógica de los puntos, más que al desarrollo de las capacidades relacionadas con la enseñanza.


Se crea, de esta manera, un ejército de reserva para las labores académicas y de investigación. Para los estudiantes, por ejemplo, los sistemas de becas de posgrado y de posdoctorado cumplen el papel de aliviar la presión, momentáneamente desde luego, sobre el mercado laboral. ¿Cuánto podrán durar estos sistemas ampliados de cobertura? Es otra de las preguntas abiertas que es relevante para el desarrollo de un proyecto nacional educativo y de investigación.


También el lector podrá preguntarse ¿qué sucede con aquellos profesores que no realizan labores de investigación, por ejemplo los profesores de las preparatorias? En la respuesta a estas preguntas podrá averiguar una de las razones por las que, para la mayoría de los académicos, la situación económica no ha mejorado. Y es que se prioriza la labor de investigación sin un necesario respaldo en la labor docente. Quizá porque los productos de la docencia no son tan directamente medibles como los productos de la investigación y además de que son éstos últimos los que se insertan más rápidamente al mercado.


Hay que explicar, como puede advertirse por la tesis expuesta, que el de los profesores sea un sector poco movilizado, que las voces de la oposición se diluyan entre los dóciles, que las protestas sean intramuros, intracubículo, o sólo en los textos como si todas las contradicciones se resolvieran por la vía teórica, en todos los casos las protestas tienen poca consecuencia. No están respaldados los pensamientos por acciones, no tienen entonces ninguna importancia práctica, aunque ciertamente sí sirven para acumular puntos.


Estos programas de becas y estímulos pueden fácilmente ser utilizados como mecanismos de control político, y de hecho se han utilizado para inmovilizar a los profesores, desactivar su organización gremial a través de la medida concreta de negociar individualmente los ingresos. Cuando los profesores no son afines a las políticas de las autoridades se les castiga retirándoles las becas y estímulos.

Los mecanismos de evaluación que controlan los ingresos de los académicos e investigadores dentro de las universidades son también, y de hecho debido a ello, mecanismos de control de sus acciones; estos modelos de ingresos económicos han operado cambios ideológicos en unos casos, y en otros una profundización y reforzamiento de posiciones preexistentes; que también les convoca a la inmovilidad y a la santificación de las medidas neoliberales, y en los hechos antipopulares, que bien pueden combatir sin aparente contradicción en los escritos que producen. Contribuyen, puede ser que sin advertirlo, puede ser que con las mejores de las intenciones, puede ser que sin quererlo, pero eso sí, objetivamente, a la privatización de los contenidos y de la visión de la universidad pública.


Se controla, además de por esta vía, por la del trabajo precario. Aquellos profesores que no tienen plazas definitivas son fácilmente coaccionados por las autoridades para no participar en el apoyo a los movimientos estudiantiles y sociales. Los casos de expulsión de profesores por esta causa abundan, aumentando en cada coyuntura política.


No puede esperarse que los cambios estructurales se den sin el concurso de cambios ideológicos, confundidos como causa o efecto de las políticas aplicadas. Queremos decir con ello que la aplicación de las medidas debió contar con un sector al que le era favorable ideológicamente, así como su funcionamiento concreto promovía la creación de una opinión positiva.


Estas medidas profundizaron lo que de por sí ya venía de antes, un desinterés de los docentes (próceres críticos de la democracia) por las causas sociales, incluso una oposición, muchas veces ni siquiera velada. Esto se tradujo en su falta de apoyo a las causas populares y al movimiento estudiantil en su generalidad. Toda esta actitud fácilmente puede disfrazarse de responsabilidad.


Lo profundo que han calado las políticas de evaluación puede percibirse indirectamente si atendemos a que en la UACM, donde no existe el examen de admisión, los docentes se organizan para implementar la evaluación como la calificación definitiva para decidir quién habrá de ser admitido en la universidad. Además de que también se organizan para que los nuevos sistemas de remuneración se implementen dentro de la UACM.


Cierto es que este proceso de control político llega a ser aceptable para los profesores, pues se premia a los más meritorios, entonces existe una cierta aceptación al respecto. Es decir que el control político les aparece como un control de méritos académicos, y los casos señalados se pueden acusar como aislados, no formando parte del funcionamiento estructural del sistema de ingresos de las universidades. Este control llega a la ideología de los profesores, son por tanto controles más profundos y difíciles de combatir.


De manera objetiva, la reforma en los tres aspectos estructurales de las instituciones de educación superior, de los que hemos hablado, pasan entre dedos académicos.


¿Es que los profesores son ciegos frente al plan neoliberal? ¿Es que están de acuerdo con él, aunque sus escritos publicables digan otra cosa? ¿Por qué, si no por eso, es que aprueban las reformas a los planes de estudio que mercantilizan los conocimientos que adquirirán los estudiantes? El neoliberalismo dentro de las universidades tiene que santificarse en espacios compuestos por académicos y he ahí, ahora sí, nuestro problema. La neoliberalización y privatización de la educación superior pública, en este país, se cuela a las universidades por el sector cuyo papel en el fenómeno ha sido el menos discutido dentro y fuera del movimiento estudiantil, la academia y las organizaciones.


El carácter que se le imprimió al puesto de profesor desde la época desarrollista, como un prócer crítico de la democracia, la idealización de la situación específica de los profesores –pretender que están más allá del bien y del mal, ajenos a la lucha de clases– aún perdura. Dado el caso, todo mundo puede escudarse detrás del amor al conocimiento para desvanecer para sí mismo la contradicción.


Desde luego que también el interés por los puntos se puede disfrazar de amor a la ciencia, a la disciplina. El interés económico es legítimo y debe atenderse el problema de las jubilaciones dignas para los docentes. Pero no es aceptable que, tras el “amor profesado a la ciencia”, se perpetúen en la universidad, poco dispuestos a renunciar a sus privilegios, profundizados conforme avanzan en el SNI y en las carreras académicas de las universidades. Este sistema de privilegios económicos reflejados en becas y no en salario directo, tiene una relación proporcional directa con la edad del profesor, a mayor pago vía estímulos mayor será la edad del profesor, por lo que puede señalarse como la causa del envejecimiento de la planta docente que hemos señalado anteriormente.


No puede pasarnos inadvertido que ésta es, de hecho, una transformación ideológica del sector; y que nunca ha sido, no pensamos que lo sea hoy, el enemigo real a vencer. Debería ser, por el contrario, la alianza natural del movimiento estudiantil. Y es, junto con el resto de los trabajadores de la universidad, la alianza que podría permitir que lo popular se adueñe de la educación superior, que los problemas nacionales vuelvan a ser materia de preocupación dentro de los muros de las universidades, perder el carácter libresco del estudio para ejercer las ciencias y las artes en el terreno de lo práctico.


El problema no puede ser soslayado ni pretender que será borrado de un plumazo. Por el contrario, debe investigarse su dinámica, advertir las contradicciones principales y encontrar las maneras en que pueden resolverse, plantear las propuestas, encontrar los consensos, ejercer la movilización. El resto, ya se sabe, son palabras pendientes, ni hablar...




 


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